William Morris – 25/03/2021

William Morris fue, en las palabras de E.P. Thompson, el único revolucionario ingles del siglo XIX que aceptó abiertamente y sin reservas la causa revolucionaria. Gran artesano, diseñador, poeta y escritor, Morris siempre guardaba una profunda preocupación por las causas artísticas y humanas y, con el paso del tiempo, esos mismos ideales le llevaron a cruzar lo que él llamaba el «río de fuego» y a convertirse en un socialista comprometido.

A medida que sus convicciones revolucionarias se fortalecían, se volvió cada vez más nítida la importancia de la memoria de la Comuna de París de 1871. Como recuerda Kristin Ross, entre todos los socialistas británicos, fue Morris quien defendió con más firmeza el legado vivo de la Comuna, a la que describió como «la piedra angular del nuevo mundo que está llamado a ser».

En el texto que reproducimos a continuación, «Por qué celebramos la Comuna de París», Morris conmemora –con su gran pluma– la tragedia que puso fin al experimento de 72 días de gobierno obrero. No obstante la derrota, el texto sigue siendo una llamada a todos los revolucionarios del mundo para que conmemoremos y materialicemos las promesas utópicas encarnadas en la Comuna. SP

 

Las «lunas y los días» nos traen de vuelta al aniversario de la tragedia más grande de los tiempos modernos, la Comuna de París de 1871, y nos plantean de nuevo a todos los socialistas la periódica tarea de celebrarla a la vez con entusiasmo e inteligencia. A la fecha las insolentes calumnias con las cuales se atacó a la causa, momentáneamente fallida, cuando el acontecimiento todavía estaba fresco en las mentes de los hombres, se han hundido en el opaco golfo de las mentiras, los encubrimientos hipócritas y las deducciones falsas que se llama historia burguesa, o se han convertido en una tenue pero profundamente arraigada superstición en las mentes de aquellos que disponen de información suficiente para haber oído de la Comuna, y de ignorancia suficiente para aceptar el mito burgués en lugar de su historia.

Una vez más es nuestro deber enaltecer la historia completa a partir de esta ponzoñosa tristeza y sacarla a la luz del día para que, por un lado, aquellos que todavía no han sido conmovidos por el Socialismo puedan aprender que hubo una moral que animó a quienes defendieron el París revolucionario contra los residuos entremezclados del desgraciado período del Segundo Imperio, y que esa moral todavía vive hoy en los corazones de muchos miles de trabajadores en todo el mundo civilizado, y año tras año y día tras día aumentan su fuerza y el apoyo que encuentra en las masas desheredadas de nuestra falsa sociedad; y por otro lado, para que nosotros los socialistas podamos reconocer con seriedad lo que sucedió y seamos capaces de extraer de los hechos a la vez un estímulo y una advertencia.

He escuchado decir, incluso a honrados socialistas, que es un error conmemorar una derrota; pero me parece que esto implica mirar, no solo a este acontecimiento, sino a la historia entera de una manera demasiado estrecha. La Comuna de París es tan solo un eslabón en la lucha de los oprimidos contra los opresores que se despliega a lo largo de toda la historia; y sin todas esas derrotas de los tiempos pasados hoy no tendríamos esperanzas en la victoria final. Tampoco estamos todavía suficientemente alejados en el tiempo de los acontecimientos como para juzgar en qué medida fue posible evitar el conflicto abierto en aquel momento, o para considerar la pregunta sobre lo que hubiese sucedido con la causa revolucionaria si París se hubiese rendido mansamente ante la perfidia de Thiers y sus aliados.

Por otro lado, una cosa de la que estamos seguros es de que esta gran tragedia ha enaltecido definitiva e irrevocablemente la causa del Socialismo a los ojos de todos aquellos que están preparados para considerarla con seriedad, y que se rehúsan a admitir la posibilidad de una derrota final. Porque afirmo solemne y deliberadamente que si a aquellos de nosotros que estamos vivos nos tocara participar de otra tragedia similar será más para nuestro bien que para nuestro mal. La verdad es que es más difícil vivir por una causa que morir por ella, y hiere la dignidad y el respeto propio de un hombre el estar siempre haciendo escandalosas declaraciones de devoción a la causa antes de lanzarse al campo de batalla, en donde luchará con su cuerpo.

Pero cuando se plantea la posibilidad del sacrificio físico se anuncian también los tiempos de una prueba que provoca en el hombre la debida inclinación trágica o lo deja de lado como a un bravucón inútil y vacío. Para usar una metáfora transparente, en la marcha al campo de batalla abundan las oportunidades para que los cobardes abandonen las filas, y así lo harán muchos cuyo coraje y devoción no estaban en duda ni para ellos mismos ni para los otros cuando todavía era lejano el día del combate real. Entonces, los tiempos de la prueba son buenos porque son tiempos de prueba; y podemos pensar de hecho que unos pocos entre aquellos que cayeron hace dieciséis años, que se expusieron a la muerte y a las heridas sin importar las consecuencias, eran meros fanfarrones improvisados que fueron capturados por la trampa. De aquellos cuyos nombres son bien conocidos esto está muy lejos de ser verdad y, ¿quién puede dudar de que la multitud anónima que murió de una manera tan heroica había sacrificado otras cosas día tras día antes de entregar su vida?

Es más, la mayoría de los hombres reflexivos dudan de que el mero ejercicio cotidiano de los deberes cívicos, aun cuando apunta a un fin social, será suficiente para sacar al mundo de su miseria y confusión actuales. Considérese la enorme masa de gente tan degradada por sus circunstancias que difícilmente pueda tener alguna esperanza en una redención que se les plantearía en tiempos pacíficos y constitucionales. Sin embargo, esta es precisamente la gente en favor de la cual trabajamos; y entonces, ¿no deben tomar parte en la obra? ¿Haremos las cosas de nuevo de acuerdo con el humillante lema positivista, «todo para ti, nada por ti»?

Mientras tanto en estas personas, a menos que nosotros los socialistas estemos completamente equivocados, germinan semillas de sentimientos viriles y sociales, que son capaces de un prolongado desarrollo; y es seguro que cuando llegue el momento en el que se manifestará su deseo, como lo hizo en los tiempos de la Comuna, para tenderse al alcance de sus manos, tomarán ciertamente parte en la obra, y en ese mismo acto abandonarán la ciénaga de degradación a la cual las ha arrojado nuestra falsa sociedad y en la cual las mantiene. La revolución por sí misma levantará a aquellos para quienes la revolución debe ser realizada. Su esperanza recién nacida traducida a la acción desarrollará sus cualidades sociales y humanas, y la misma lucha los preparará para recibir los beneficios de la nueva vida que la revolución hará posible para ellos.

Es por haber aprovechado la oportunidad que se les presentó para elevar de esta manera a la masa de los trabajadores al heroísmo que hoy celebramos a los combatientes de la Comuna de París. Es verdad que fracasaron en la conquista inmediata de la libertad material, pero avivaron y fortalecieron la idea de la libertad con sus valerosas acciones e hicieron posibles las esperanzas que tenemos hoy en día; y aunque hoy en día alguien dude de que estaban luchando por la emancipación de los trabajadores y de las trabajadoras, a sus enemigos de aquel tiempo no les cabía ninguna duda.

No veían en ellos a meros oponentes políticos, sino a «enemigos de la sociedad», personas que no podían vivir en el mismo mundo que ellos porque era diferente el fundamento de su visión de la vida, a saber, la humanidad en vez de la propiedad. Este es el motivo por el que el fracaso de la Comuna se celebró con tales hecatombes ofrecidas al dios de los burgueses, Mammón; un derroche de sangre y de crueldad en manos de los conquistadores sin parangón en los tiempos modernos. Y es asimismo el motivo por el cual nosotros los honramos como la piedra angular del nuevo mundo que está llamado a ser.

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